Emilio Sáez abrió La Unión, en 1985, y se convirtió en el punto de encuentro de Tolhuin, en Tierra del Fuego; años atrás, sus empleados lo postularon como el mejor jefe del país
TOLHUIN, Tierra del Fuego.– “Nunca pensé que todo esto iba a pasarme a mí: yo solo quería encontrar mi lugar en el mundo”, dice Emilio Sáez, dueño de un sueño que le cambió la vida a todo Tolhuin, un pequeño pueblo en el centro de la isla de Tierra del Fuego, a orillas del maravilloso lago Fagnano. Sobre todo, propietario de la panadería La Unión, parada obligada de fueguinos y viajeros de todo el mundo. Por fin de semana reciben hasta 5000 visitantes.“Es el punto de encuentro de la isla”, dice Sáez. “Todo lo que esto viviendo es un sueño”, reafirma. No lo disimula, su historia es de película. Primero, las señales que hacen a La Unión más que una panadería. Comenzó en 1985 con su esposa, y en la actualidad tiene 50 empleados, entre ellos una pasante de Florida, Estados Unidos. Regala yerba y agua caliente, tiene un albergue para ciclistas a los que no les cobra nada.Llega a vender 900 docenas de churros por fin de semana. Sus sándwiches de jamón crudo y queso con pan recién salido del horno, son los más buscados, al igual que las facturas, grandes, brillantes y generosas. En horas picos la fila para entrar supera los cincuenta metros y para honrar ese tiempo de espera el propio Emilio sale con una canasta a repartir libritos, cañoncitos y bizcochos con grasa calientes. Habla con todos y a todos abraza. “Todos somos iguales, yo no soy más que nadie: tenemos que hablar y conocernos”, dice Sáez.“Quería buscar mi lugar en el mundo”, repite, enfático. Hasta 1978 trabajó con su padre en Arabia Saudita en la construcción, conoció Europa, pero ninguna ciudad le llegó al corazón. Regresó a Mar del Plata, donde nació. Allí, los hilos del destino le tenían orquestado una partitura: conoció a una mujer que hablaba sobre la vida en la lejana isla de Tierra del Fuego. Le dio la dirección de un hombre donde podría parar y se fue.“Me fui solo, sin saber nada”, recuerda Sáez. Llegó a Ushuaia, para estar más liviano le pidió a un panadero si podía dejar su valija y ahí su vida cambió. Se hicieron amigos.“Sabía que Ushuaia no era mi lugar en el mundo, pero estaba cerca”, dice Sáez. Corría 1983, la isla era una mina de oro. A las pocas horas encontró trabajo en la construcción, pero los fines de semana iba a la panadería a ayudar con los quehaceres. “Le pedí que me enseñara algunas cosas”, dice Sáez. De a poco se fue metiendo en ese mundo. Para sumar, salía a la calle con una canasta y repartía galletas calientes. “Siempre supe que la hospitalidad hace la diferencia”, dice Sáez.“Cuando pasé por Tolhuin, supe que ahí era”, recuerda. Un grupo de amigos de Ushuaia lo invitó a Río Grande (en el norte de la isla) y viajaron con el primer Peugeot 504 que entró en Tierra del Fuego, entonces la ruta 3 era de ripio e hicieron una parada en Tolhuin. “Es como cuando conocés a la mujer de tu vida: ¿cómo lo explicás?: solo lo sentís”, confiesa Sáez. Allí su vida dio un vuelco.Tolhuin era un pueblo de 100 habitantes, calles de tierra y ripio. Pocos servicios y una belleza absoluta. A orillas del majestuoso lago Fagnano y frente a la cordillera de los Andes. Alrededor de bosques de ñires y lengas, el caserío bucólico lo obnubiló. “No había nada, pero a la vez tenía todo”, afirma Saéz. Vio señales: la gente se amasaba el pan, y sino iban a buscarlo a Río Grande, a 100 kilómetros. “Lo ideal era poner una panadería”, afirma. Regresó a Ushuaia y movió fichas.“Necesitaba aprender el oficio”, cuenta Sáez. Su amigo panadero fue clave, le propuso un trato: trabajar gratis a cambio de conocimiento. Aceptó y vivió sin un centavo durante un año, pero aprendiendo los secretos del arte de la levadura. “Dormía arriba de las bolsas de harina”, recuerda. Su dieta se basó en mortadela y pizza.Casamiento y promesaEn el interín, tramitó un terreno que el Estado otorgaba en el pueblo con fines laborales y una vez que lo tuvo, se fue a Tolhuin y abrió la panadería. Antes, voló a Mar del Plata para casarse y hacerle una promesa a su futura esposa: en seis meses le mandaría dinero para el pasaje, ya con la panadería montada. Lo logró. Nunca abandonó la humildad y la hospitalidad. “Tuve mucha suerte, pero nunca paré de trabajar”, dice.En 1985 la panadería La Unión modificó la realidad del pueblo. Hacia fines de los 80 terminaron de asfaltar el tramo que unía Río Grande con Tolhuin. En aquellos años había incentivos impositivos, los autos estaban a bajo costo, y el combustible, también. “Era la isla de la fantasía”, dice Sáez. La gente para gastar nafta y salir, venía a Tolhuin a pasar el día. Antes, durante y después, pasaban por la panadería.“Nunca dejamos de crecer, había días que no dormía”, cuenta. La demanda fue siempre en aumento. Comenzaron a llegar celebridades del espectáculo y personalidades del mundo de la cultura, deporte y política. “Todos paraban acá, no había otro lugar”, sostiene Sáez. Inquieto, vio que las facturas, las masas finas y los sándwiches pedían una compañía: el café. Compró una pequeña cafetera, enseguida le quedó chica y compró una más grande. Entonces, sumó mesas y la experiencia fue completa.“La Unión es sinónimo de Tolhuin”, advierte Saéz. La panadería fue un factor determinante para el crecimiento de la localidad, hoy tiene 9.000 habitantes y los miles de turistas que visitan la panadería, muchos aprovechan para conocerla. Aún conserva la ingenuidad y el espíritu pionero de los pueblos de la Patagonia austral.El lago se extiende en forma longitudinal por 104 kilómetros, 14 de los cuales pertenecen a Chile. El pueblo Selk’nam habitó en sus orillas y lo nombró Khami.“En el horno de la panadería está el corazón de Tolhuin”, dice Sáez. Hace alrededor de 6000 kilos de pan por mes, pero la oferta se amplía con delicias de todo tipo. Es inabarcable el número de productos que hacen en la cuadra, que está a la vista. No cierran nunca y durante todos los días del año, a toda hora, el recambio de clientes es intenso. Emilio saluda a todo el mundo.La panadería es una extensión de la inmensa y contagiosa personalidad de Sáez. En un rincón se puede ver una miniatura del ARA San Juan con el nombre de los 44 tripulantes fallecidos, esculturas de vecinos notables, cuadras de visitantes ilustres, obras de arte y una mesa llama la atención por su ocupante. “Todos les debemos a Favaloro”, dice Sáez. Sentado, hiperrealista, con su mirada de profunda humanidad, una escultura del icónico cardiólogo establece un punto de fuga en la atención de las miradas del que es difícil escapar.“El destino me dijo: tenés que hacer todo de vuelta”, afirma Sáez. El 21 de enero de 2021 a la madrugada un incendio devoró en pocas horas toda la panadería. No dejó nada. “Quedé tal cual había venido: sin nada”, cuenta Sáez. Lo curioso es que las casas linderas tuvieron pocas consecuencias. “Fue el destino, lo sé bien: ese incendio me hizo vivir lo mejor de mi vida”, cuenta. Con 30 empleados y después de permanecer cerrados en la cuarentena por el covid, el golpe fue devastador. “Estaba entregado: no sabía qué hacer”, recuerda.“Tardamos dos semanas en poder abrirla”, cuenta su hijo Franco refiriéndose a la caja fuerte que tenían con el dinero destinado a los sueldos. Cuando la pudieron abrir, encontraron los billetes chamuscados. Sin salida, desde España comenzaron a llegar señales de luz. Willy Mulonia es un ciclista español que pasó por la panadería y el albergue, lo llamó por teléfono y fue enfático: “Vas a tener que dejarte ayudar, esa panadería no es tuya, es de todos”, cuenta que le dijo Mulonia.Organizó una colecta entre los cientos de ciclistas que Sáez hospedó gratuitamente y consiguió 10.000 dólares, que les sirvió para hacer el piso. La churrería “El Topo” de Villa Gesell hizo un café virtual, en menos de una semana juntaron $375.000 Mientras tanto, Emilio comenzó a atender en un pequeño local en la parte trasera de la panadería. “La gente ayudó mucho, fue algo increíble”, dice.Como en una procesión, llegaron clientes al pequeño local, visible entre las ruinas. En un solo sábado hicieron un millón de pesos, solo vendiendo churros. El plan era arrancar todo de cero, rehacer el local original, pero le faltaba dinero, aunque le sobraba energía y acompañamiento. Un llamado de Ushuaia volvió a mostrarle el camino. La arquitecta Cecilia Seminari lo citó, le dije que tenia algo para proponerle. Emilio fue a la ciudad más austral del mundo. “Pasé momentos muy lindos en la panadería, a cambio, te doy este proyecto, sin costo”, le dijo.“Me dio el proyecto de obra: ella se puso al hombro con toda la reconstrucción, sin cobrarme un peso”, afirma Sáez. Un año después, la panadería volvía a abrir, modernizada y con aires de revancha a la vida. “Si no hubiera tenido el incendio, no habría podido ver tanta muestra de amor”, cuenta.El mejor jefe“El mejor jefe del país”, con ese mote carga, además, Emilio. Desde 1985 solo tuvo un juicio laboral y lo ganó. “Somos una familia”, dice Sáez. La panadería es un trabajo intenso. Son muchas horas delante del horno, en la sobadora, en la pastelería, atendiendo cientos de personas por día. “No me sirve un empelado con problemas, hasta donde me dejan, yo me meto en sus vidas y trato de ayudar”, dice Sáez.Precavido, juntó durante años dinero para un futuro juicio laboral, pero nunca llegó. Con ese fondo ocioso decidió hacer una casa con pileta climatiza en Puerto Madryn para sus empleados. A cada uno les ofrece 10 días para que vayan. “No se descuenta de sus vacaciones, esto es un regalo”, afirma Sáez. Se hace cargo del traslado aéreo, y una vez en Madryn solo tienen que pagar comida. “Al laburante le cuesta salir de la isla y le damos la oportunidad”, afirma.“Todos los que íbamos de Río Grande a Ushuaia, o al revés, pasábamos por Tolhuin a buscar ese pan, esos sándwiches de La Unión”, cuenta Manuel Fernández Arroyo, cineasta, nacido en la isla. “Es un clásico en la Isla, y es parte de mi infancia también”, confiesa este agudo observador y caminante, exploró a pie uno de los pocos territorios vírgenes del planeta: la península Mitre. “Muchos hemos dejado en La Unión, una carpa, un par de botas, en medio de una expedición”, confiesa el aventurero.“Todos se encuentran acá”, dice Franco. Una vez Emilio vio entrar a un hombre alto con campera de cuero y una larga cabellera que le ocultaba el rostro: era Joey Ramone, comió un sándwich de jamón crudo y queso. Otra vez pararon dos personas con grandes motos, todos reconocieron a uno de los conductores: era Ewan McGregor, en plena travesía filmando la serie documental The Long Way Up, que unió Ushuaia con Los Ángeles. “Se quedó un montón de horas hablando con todos, estaba muy cómodo”, recuerda Franco.Tolhuin es una joya en el mapa fueguino, está ubicado a mitad de camino entre sus principales localidades, los aserraderos han marcado su historia. Arroyos, ríos, el lago y la turba son rasgos dominantes de su geografía. La estepa se une con la cordillera. “Pasan viajeros de todo el mundo, pero pocos se quedan a pasar tiempo allá. Vale la pena hacerlo”, recomienda Fernández Arroyo. La hostería Kaikén, en lo alto de un promontorio y frente al solemne Lago Fagnano, es una histórica opción para conocer estas tierras inexploradas.“Sabía que iba a terminar acá”, dice Franco, el heredero. Lo dice con orgullo. Emilio está en proceso de delegar una historia que lo tiene como principal protagonista, su hijo la acepta con aplomo. “Es hora de soltar y seguir con otros proyectos”, dice.
» Fuente: La Nación
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